Dentro del ciclo Historias detrás de la pandemia, presentamos el cuento: La casa de la abuela Irene, escrito por Lucrecia Calvi
Covida 2020: Historias detrás de la pandemia
// Retratos de la realidad para ponernos en el lugar del otro //
Serie 2 de cuentos: HOGARES
La casa de la abuela Irene
por Lucrecia Calvi
«¿Papá, papá…? ¿Este fin de semana puedo quedarme en la casa de los abuelos?». Luego de tanto insistir, Clara conseguía su objetivo: ir de sus abuelos.
Por fin había llegado el día, Clara ya tenía preparada su mochila y, sentada en el living, esperaba a su papá para que la llevara. Y a unas cuadras de llegar, ella sentía que sus latidos se aceleraban… Tocan el timbre, se ve por el corredor que viene su abuela, abre la puerta… ¡y Clara la abraza muy fuerte con sus ojos que brillan de alegría!
Es en ese momento, que para ella arranca la aventura…
Mientras la abuela Irene preparaba las milanesas con papas fritas que tanto le gustaban, Clara jugaba en el patio con una olla llena de broches para colgar la ropa, a los que les decía frijoles… copiaba lo que hacía su abuela y pensaba que de grande quería cocinar igual de rico que ella. Si Clara comía poquito, eso a la abuela la ponía un poco triste. Sin embargo, tenía guardado para ella un paquete de palitos con queso y una Pepsi para cuando le agarrara hambre.
Por la tarde, le ensañaba cómo hacer un bizcochuelo. Agarraban una olla, ponían todos los ingredientes, y mientras ella prestaba mucha atención, la abuela hacía la mezcla. Y si se portaba bien, ¡la dejaban agarrar la cuchara para revolver! Siempre había un aroma particular en esa cocina, ese mismo aroma que tiene en particular cada hogar.
Cuando se hacia la noche lo mandaban al abuelo Enrique a dormir al cuarto de al lado, así podían jugar. Clara usaba el mortero de micrófono, se ponía joyas, zapatos y le decía a la abuela que se quedara quieta en la cama porque era su espectador. Jugaba a que era Susana Giménez, su anhelo era ser actriz. Pasaban horas jugando a ser Susana.
También, mientras jugaban en la cama, la abuela Irene le contaba chistes que hacían que ella se riera mucho y muy fuerte. Entonces, se escuchaban los gritos del abuelo Enrique diciendo que había que dormir y que iba a hablar con el papa de Clara para decirle que no se podía quedar más a dormir. Clara abría los ojos, pero la abuela le guiñaba el ojo con picardía, dándole a entender que no pasaba nada.
Y cuando sonaban los truenos, para que se quedara tranquila Irene le decía que San Pedro estaba corriendo los muebles.
Más de noche, de madrugada, iban las dos despacito con una vela encendida hacia la cocina para comer los palitos con queso y tomar la Pepsi que la abuela le había comprado. Clara tenía sus horarios y caprichos, y la abuela con todo su amor, la consentía siempre.
A la mañana siguiente Clara se despertó como un día más, como cualquier otro; y de repente, encontró en la punta de la cama un regalo, el cual no se lo pudo olvidar jamás. La abuela le había hecho una muñeca de trapo hermosa. Estaba tan contenta que salto de la cama y le dijo que había que llevarla a pasear. La puso en el carrito de los platos y, mientras se calzaba las chancletas talle 42 del abuelo, en voz muy fuerte le decía a Irene: «Abuela, abuela… Ya estoy lista para acompañarte al Disco», y salía chancleteando con el carrito. Parada en el umbral de la puerta, Irene pensaba el largo camino que aún les quedaba.
¡Puf…! ¡Lo que tardaban en subir la barranca hasta llegar al supermercado! Pero con tal de verla feliz a Clara, una vez más a la abuela no le importaba nada.
Al próximo día, se despertaron temprano para tomar el tren y llevar a Clara hasta el club; en el Circulo Trovador se encontrarían con sus papás para hacer las actividades de siempre: pileta, arenero, y algo que no podía faltar… ¡la merienda de la abuela!, sus famosas tortitas de azúcar. Y así terminaba su fin de semana. De regreso a su casa, Clara miraba por la ventanilla y sin que los padres lo percibieran, se le caían algunas lágrimas porque comenzaba a extrañar a su abuela amada.
Pasó el tiempo; Clara ya tiene 37 años, y se mudó a Belgrano, a dos cuadras de la casa de su abuela: «Lo que son las vueltas de la vida», pensó. Y cada tanto se queda parada en la puerta mirando a través del vidrio y le habla. Se sienta un rato en el escalón y le cuenta las cosas que le pasan en la vida, tanto las buenas como las malas. Y a veces, ¡hasta le pide ayuda!
Y aunque sea muy loco, ella siente que la escucha.
Lucrecia Calvi (05/04/2020)
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